lunes, 12 de mayo de 2014

Victoria tres pecas


Victoria se despertó a las once de la mañana de aquel lunes sin saber muy bien lo que hacer. Se duchó, tomó una taza de café colombiano, se fumó dos malboros seguidos y en un ataque de nostalgia decidió ir a la tienda del centro comercial donde vendían prensa extranjera para comprar el Marca. El Atleti había jugado la semana anterior y eso le tocaba mucho. Su relación con Max llevaba demasiado tiempo en punto muerto, ni avanzaba ni paraba, estaba en un estado de calma desesperante para una persona como Victoria que aborrecía la rutina profundamente y quizá aquello de leer la prensa deportiva le diese un comienzo de semana que rompiera con aquellos días de interminable nada.
Nunca se arrepintió de lo que dejó atrás, en España no había mucho futuro y a fin de cuentas California seguía siendo el “estado de oro”. Un negocio aquí, otro allá... fue subiendo en el escalafón y ya no se preocupaba de movimientos de poca monta entre los pachucos y chicanos del este de L.A. que tanto le aburrían con aquel comportamiento infantil disfrazado de hombría.
Victoria cerró la puerta, bajó las escaleras mientras se ponía las gafas de sol, caminó despreocupada por North Croft Avenue, se metió a la derecha en Beverly Boulevard, y tras un par de manzanas de paseo soleado entró en el centro comercial.
Subió por las escaleras mecánicas llenas de maduras rubias de plástico, llegó a la tienda quiosco, vio el Marca del sábado y leyó en titulares que el Atleti le había metido tres goles al Madrid y el Madrid sólo uno al Atleti. Se sonrió.
El ruido del poco gentío la invitó a marcharse a la calle, durante unos minutos sólo imaginaba como habrían sido los lances de aquel partido, bajaba las escaleras mecánicas absorta, con ganas de un buen vermut, pasó por la puerta automática y un destello atravesó las lentes oscuras que ocultaban sus ojos color verde claro.
Era la salida a La Ciénaga Boulevard y allí estaba... bello como una bestia, un deportivo sport, azul cielo metalizado, con la tapicería de piel en el mismo color, con la capota abierta y las llaves puestas porque los chicos del “valet parking” no se lo habían llevado aún. Un Mercedes 450SL con motor de cinco litros y ocho cilindros. No supo explicar el porqué, sintió un escalofrío y una tensión en los músculos que fueron preámbulo a que algo dentro le dijera: “¡Salta!”
Victoria se metió el Marca en el bolsillo de atrás del pantalón, cogió impulso y apoyando su mano izquierda en la puerta cerrada saltó por encima de ella. Arrancó y se lamentó a voces en su mente. - "¡Mierda! Es automático... ¿Cómo pueden estos gilipollas conducir un coche como este con un cambio automático? ¡Un cinco litros automático...!"
Metió la directa, pisó a fondo, y la desbocada tracción trasera dejó un olor a goma quemada que en el aire se hizo un eco.
Vicky pagó su frustración clavando aún más el pie en el acelerador, el motor rugía y ella notaba como la transmisión iba haciendo al coche subir de marcha, el color iba desapareciendo de sus ojos a medida que aumentaba la velocidad y el aire en su pelo largo se hacía música.
Giró a la derecha en Rosewood Avenue, sin rastro de policía aún, aquella tracción trasera hermesiana provocaba que el inmenso morro del Mercedes se levantase en cada pequeño acelerón. La adrenalina subía y en su cara había una sonrisa etrusca indescriptible con palabras. Hacía tantos años que aquello era como volver a la caza de los años ochenta en el Barrio de Salamanca de Madrid, ya no se acordaba de Max, ni del Atleti, ni de la sensación de que el tiempo la había traicionado, ni del trato cerrado la noche anterior con aquel pez gordo panameño. Sólo había velocidad, chispas de estrella fugaz y olor a gasolina.
No tardaron en empezar a oírse las sirenas, giró a la izquierda en North Hayworth a más de ochenta por hora. No había problemas, aquel deportivo era un purasangre. Nada le preocupaba lo más mínimo hasta que en el cruce con Waring vio como un tipo cruzaba por un paso de cebra. Era demasiado tarde ya para frenar, era un coche automático, “un cinco litros uve ocho automático....” -pensó. De nada hubiera servido intentar reducir a “segunda” pero lo peor llegó y cuando se dio cuenta de que el imbécil que se le cruzaba en el peor momento de su vida era Max.
Algo dentro de ella le hizo decantarse por la máquina, giró lo suficiente para no arrollarlo por completo y estropearlo todo, pero aún así el choque hizo que perdiera el control del volante y frenó en seco, de golpe contra su destino que venía de frente en forma de un Saturn SC2.
No llevaba cinturón de seguridad y salió disparada. Cayó de bruces pero todavía tuvo fuerza para levantarse, mirar a Max hecho chatarra y ver al Mercedes muy tocado entre un mar de aceite de motor y transmisión, y brumas de humo azulado con destellos de luces anaranjadas de intermitencia.
Comprobó que llevaba el Marca en el bolsillo de atrás, encendió un malboro y se puso a caminar cojeando, observada por cientos de curiosos que asistían ociosos e incrédulos, casi como televidentes, al espectáculo de aquella mujer que andaba con un cigarrillo medio encendido en su boca. Iba de lado a lado de la calle, sin rumbo, apoyándose en los coches que se habían parado tras el golpe. Los agentes de Los Ángeles Police Department apuntaban sus armas y le gritaban que parase y pusiese las manos en la cabeza, pero ella sólo oía un rugido pasional de motor que se fue disipando con el recuerdo de aquel amante al que un día le mataron; y empezó a sentirse mal, hasta que el dolor venció a la voluntad y cayó al suelo.
Mr. Blue

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